Las Papas de Felipe
La culpa fue de
las papas que habían crecido casi hasta los cielos, tirando raíces que se
metían hasta la sombra de los huesos. Era como si el hechizo hubiera dictado y
previsto el futuro de los dos. Claudia era una adolescente alegrísima que
estaba dispuesta no solo a desafiar las normas del hogar y la moral institucional
sino también, y quizás con más riesgo la fuerza mística y natural que su madre
había heredado años atrás. Felipe era un muchacho simple, travieso, curioso y
que no le importaba desafiar los alcances de su desenfrenada pubertad. La mamá
de Claudia era muy conocida en la ciudad puesto que le atribuían a sus hechizos
la muerte de su primer esposo. Unos dicen que se murió de decepción amorosa porque
había encontrado a su esposa en situaciones incómodas. Pero la mayoría
concuerda que el hechizo era tan fuerte que se lanzó al precipicio por fuerza
de su voluntad. La ambivalente carta que dejó da detalles de intrínseca
voluntad. Los frutos de su muerte trajeron muchas tribulaciones y dicen que la
exaltación de Claudia se parece mucho a él. Su familia había planeado un viaje
de vacaciones a la costa cercana pero Claudia que había intuido el alboroto de sus entrañas quería aislarse del mundo que la rodeaba para
entregarse a los deseos voluntarios de los dos. La fiebre púber que fingió, para no ir de viaje, logró
derretir hasta el hielo que había en el refrigerador. De las 276 clases de
papas que produce los Andes la madre de Claudia tuvo que escoger las que olían
más a tierra mojada y húmeda para que su efecto fuera doble. Felipe no era el ideal para su hija. El día y la
noche eran unánimes y en las dos semanas que se ausentaron sus padres el calor natural había impregnado y posesionado la esencia de
sus huesos. En cuerpo y espíritu visitó sus entrañas y descubrió las delicias,
memorizando a detalle hasta el más ínfimo enigma de su cuerpo. Para Claudia, todo colapsó: memorias,
morales, miedos, inquietudes para hundirse en la pubertad y saciar sin tapujos
ni religiones los deseos que se acumulaban en los goznes de sus coyunturas.
Crujían los huesos y las esperanzas y el deseo también era unánime al amor y la
existencia a la confusión y el miedo. ¡Qué delirio, qué deseo! Primero eran las
miradas que lanzaban destellos de aprobación y picardía indescifrable pero
invitadora. Las palabras estorbaban y confundían todos los apetitos. Luego, de
risas a empujones delicados, jugando al cosquilleo sin producir la risa
del estorbo. Era mas bien la del gusto que se confundía con exhalaciones y suspiros. Se convirtieron en malabaristas y saltaban y reían haciendo del día
símbolo de eternidad. Vivían como los amantes deben vivir. Cocinaban
juntos lo que sus cuerpos apetecían hasta que habían consumido todos los deseos
y las compras que sus padres habían dejado. Sin más que comer y con la energía
de los cuerpos que se había convertido en espuma se deslizaban por el piso del
dormitorio, del salón y luego hasta la cocina. Felipe buscaba la manera de
alimentar su fortaleza que había disminuido drásticamente, como si alguien le
hubiese chupado hasta la medula de los huesos. Abrió el congelador y sacó
una envoltura de aluminio. La desenvolvió y encontró una papa cruda, cortada en
medio con una mediana ranura y adentro de ella un pequeño papel. ¿Qué es esto, de qué se trata y por qué está mi nombre
aquí? Claudia se sonrió como solamente ella sabía hacerlo y no respondió. Luego, Felipe desentrañó la otra envoltura y encontró otra papa con el nombre de
Claudia. Se calmó ya que cualquiera que habiera sido el hechizo no podría llegar más
allá de lo inesperado ya que involucraba a alguien de su misma sangre y
predisposición. Los padres de Claudia no aprobaban su relación con Felipe.
Según ellos él era un don nadie y habían determinado que en su vida no
alcanzaría a realizar nada efectivo. El futuro de su hija se opacaba y tenían
que recurrir a los medios más efectivos sin causar daños secundarios como había
sucedido con su primer esposo. Felipe decidió cocinar las papas y las puso a
hervir pero éstas rehusaban a ser consumidazas y mientras más se cocían más
duras se ponían. No había fuego ni hervor suficiente que deshiciera el conjuro
de su madre. No hicieron caso y continuaron con los juegos de su edad,
consumiendo íntegramente hasta el último minuto del día final. Nunca más se
volvieron a ver. Años más tarde, por casualidad, Felipe encontró la papas, como rocas gigantescas, en
las nieves perpetuas de las faldas del Chimborazo. Estas habían crecido de un
tamaño desproporcionado y seguían oliendo a tierra mojada y húmeda. La ranura
seguía allí y Felipe curioso trató de indagar si el papel todavía estaba
adentro. Se metió en la ranura y nunca más se supo de él.
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