Romero
de Torres y Matilde
Siempre
llegamos al mismo lugar pero nunca nos hemos atrevido a hablar. Nos cruzamos en
el corredor de un edificio que parecía reducirse en tamaño a medida que
nuestros cuerpos se aproximaban. Nos miramos y sonreímos disimuladamente. No
era la sonrisa obvia de comunicación externa sino el reconocimiento de su
propia sensualidad que se manifestaba al choque de nuestras miradas. No dijimos
ni una sola palabra. No era necesario. La palabra en cuestiones de
manifestación intrínseca tiene grandes limitaciones. Sabía que la podría volver
a ver en las mismas circunstancias en un par de días más. Fueron los días más
largos de mi vida. Jamás se volvió a dar el encuentro en el corredor que había
interiorizado y reproducido mil y una vez en mi mente. Regresé al mismo lugar y
la vi sentada tomando una taza de té. Me acerqué a la mesa y con un gesto mutuo
acordamos que estaba bien que me sentara a su lado. No dijimos ni una sola
palabra por un buen trecho. No era necesario. Luego le dije, ¿caminamos? Así lo hicimos, por calles solitarias que en
su presencia se habían convertido en pabellones universales. Yo caminaba y ella
se desplazaba como si la calle se moviese debajo de sus pies. Era inevitable de
que cada hombre que nos cruzaba sintiera, amara y duplicara el corredor que yo
había reproducido en mi mente. Con una mentira necesaria y obvia le había dicho
que tenía que recoger un libro en mi estudio. La excusa incomunicada fue
aceptable para los dos. Queríamos ahogar el bullicio innecesario y los ojos a
nuestro alrededor. Su enigmática piel quemaba con ansiedad. La esquina de sus
ojos me invitaban. Poseída por el primitivismo de la danza, sus senos auscultaban
su interior. Traía una blusa roja de seda con la sombra de un gato impresa y la
mirada perdida de un animal en constante acecho, una falda con estampas
geométricas de colores vivos y unas zapatillas de tela que dejaban expuestos el
empeine de su pie. Ella ojeaba un libro de Romero buscando una descendencia
necesaria. Se sentía milenaria, como si fuese de algún viejo mundo o como si
trajera en su sangre la herencia de Lucrecia. Sentía en sus pechos tiernos el rubor de sus prontos años e insistía, a pesar de los retos morales, en las
nuevas sensaciones que estos producían. El color de su cintura era entre
verdoso y amarillento y se confundía con la blancura de sus manos lánguidas y
ansiosas. Jamás acercadas a ninguna tentación, como si fuesen las manos de
angeles extraviados en búsqueda de la verdad. Recorría cada figura en sus contornos necesarios
inyectándolas con su propia sensualidad.
Hablábamos de cosas que no nos interesaban, pero hablábamos para
prolongar el tiempo juntos y a solas. Luego los temas cambiaron abruptamente
buscando siempre razones o excusas para hablar del arte de Romero de Torres.
Terminamos hablando de los actos de la pureza del amor, de la transcendencia de
la belleza hasta que finalmente hablamos de los actos corporales y luego de las
expresiones obscenas que se dicen los amantes al oído. Todavía no habíamos
pronunciado ninguna trivialidad, pero las habíamos pensado y sentido.
Finalmente, le pregunté, ¿Cuáles
son las obscenidades que tú sabes? Ella se ruborizaba al intento de decirlas y
su cuerpo reaccionaba conforme a sus pensamientos, sus hombros se encogían y
sus brazos se acercaban al centro de su pecho. Insistía en que mirara a los
ojos. Repitió varias veces y siempre terminaba con el rostro encendido, como si
el fuego de sus pechos se le pronunciara en sus pómulos. Al ardor de su rostro
elocuentemente lo acompañaba una intercalada respiración que se perdía en el
fondo de su pecho. Intentó una vez más mirándome fijamente a los ojos e
impulsada por una energía magnética le temblaron los labios, se le cortó el
aliento, se ruborizó por última vez y desaforadamente unimos labios con labios. ¡Qué desesperación! Manteniendo los vestidos
intactos nos desplazamos alrededor del estudio como grandes gladiadores. Su
destreza de bailarina se manifestó en todas las partes de su cuerpo. Luego,
como si una gran tormenta hubiese descargado todo su peso los dos habíamos
llegado a la posición original. Sentados en la misma poltrona, mirándonos a los
ojos sin entender qué había sucedido con el libro. Miramos a Romero de Torres
con sus páginas ajadas y con el espinazo boca abajo, reflejando nuestros
deseos. Nos reímos y nos miramos.
Ahora, las conversaciones no eran
rudimentarias sino de manera dialéctica rescatábamos las imágenes ajadas de
Romero. Se trataba de llegar al fondo de nuestros preceptos morales, sin
sentido de culpabilidad. Qué ética, moralidad o principio la retraían de sentir
su propia naturaleza, y peor hacerla sentir culpable. Sacudía su cabeza y
quería volver a pecar con el mismo dinamismo. Se paró ágilmente sobre la
poltrona como si jamás hubiera estado sentada y se posó al frente de mis
hombros, abrió sus brazos como un
ave majestuosa, pronunció unas palabras ilícitas y me invitó a danzar.
Hoy soy libre, dijo, detén mi vuelo si te atreves. Quedé deseosamente
estupefacto, atado a su cuello como una bufanda de seda que desvanecía a su
voluntad el nudo moral de la garganta. Qué poder en tu mirada y qué profundidad
en tu piel, dije inusitadamente. La piel de la poltrona se confundía con sus
muslos. Neruda hubiese recitado la primera estrofa, Cuerpo de mujer… que regresas intacta, y se hubiese quedado así por
una eternidad repitiendo lo mismo una y otra vez. No supo mantenerla pero sin
embargo la eternizó en la poesía como una mujer universal. Tendría que esperar
hasta Matilde para juntar todas en una. Pero más vale tarde que nunca. A merced
de su pasión su cuerpo se levantó como se levantan las sábanas en el tendedero
cuando está a punto de llegar una tormenta. Como gladiadora del viento bailó la
danza universal al ritmo de sus entrañas. Después de la tormenta la inevitable
realidad tenía que imponerse; re-enfocaron la mirada como si aquella realidad se
hubiera manifestado más allá del fondo de sus pupilas. Aunque sus ojos
permanecieron abiertos nunca tomaron en cuenta el espacio de sus afinidades. Ahora sus pupilas miraban a través de la letra y la tinta, se
enfocaban, reconocían y las conversaciones tenían principio y fin. Romero de
Torres sacudió sus paginas ajadas, desencorvó el lomo, tomó la mano de Matilde,
cerraron sus coberturas, se alejaron, y nunca más se los volvió a ver.
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