El
Huérfano
Salió Alfredo de la portería del convento de
San Carlos y se detuvo en el atrio del templo de San Francisco y lo contempló
por última vez. Se fue hacia el mercado, al frente de la plaza a
mirar a la gente que transitaba. Vio las casas enfiladas y apiñadas una sobre
otra, formando hileras interminables, y pensó que todos aquellos seres que
ambulaban como en un hormiguero mal ordenado, seguían, un rumbo distinto. Era
la plaza de la confusión. Allí se mezclaban indios, blancos, negros, mestizos,
ricos, pobres, hombres, mujeres y niños. Cada uno de ellos era un espejo y un
falso reflejo, parecía el teatro de lo absurdo. Al mirarlos se tocaba su rostro
como buscando alguna semejanza. Todo fue en vano. Sentía que no pertenecía a
nadie. ¿Cuál de estas sería mi madre?
¿Cuál mi color? ¡Sería mejor morir en la penumbra de nuestro nacimiento,
en vez de enfrentarnos con las carnes expuestas a la podredumbre de esta mal
engendrada sociedad! ¿Con qué anacos, sedas, o alhajas vestías? Desde la cuna
forjé en mi memoria tu rostro como una Virgen transparente, mal heredada de un
viejo mundo. Alfredo continuó en soliloquios de esta especie. Recorrió la plaza
de cabo a rabo, y finalmente se dirigió al lugar que le indicó la
administración de San Carlos y entró en un taller de encuadernación, única ocupación en su vida. El propietario era un hombre de edad, de cara ancha y
cogote que le colgaba como doble quijada. Se quitó los lentes, que bien
parecían fondo de botella, y le preguntó que qué quería. Aquí traigo una
recomendación de San Carlos, entiendo un poco de encuadernación, y desearía que
usted me dé un trabajo, además, sé leer y pensar. Después de echar una ojeada
por encima le dijo que no le gustaban las personas sin antecedentes conocidos.
Insistió que no era partidario de los abandonados ya que casi siempre son hijos
mal habidos y traen en su sangre los defectos de sus padres, y al final ellos
también terminan siendo igual. El hombre se puso sus lentes, e ignorando su
presencia continuó su trabajo. Alfredo se fue. Después de caminar algunas horas llegó a un hotelucho de
mala muerte y se acostó a dormir con el deseo de no volver a despertar jamás.
Al siguiente día se bañó, sacudió su pena, se puso ropa limpia y salió. Se
encaminó al mercado y se metió en el medio de ese hormiguero confuso. El aire
que respiraba estaba mezclado con perejil, papas, cebolla, el sudor de los
cargadores, los anacos sebosos de las indias, los perfumes fastidiosos de las
señoras, las carnes crudas de las reses despostadas, los mondongos, la fritada,
el mote, los niños orinados y mal tenidos; y uno que otro aliento a puntas, ese aguardiente creado para
domar a los indios, y para ahogar una pena muerta del día anterior que se
escapaba de una boca desdentada; y el olor a pezuña mezclado con la tierra y el
cuero de las alpargatas. Todo esto lo confundía. Los hedores venían en una sola
hebra de aire. Sus pulmones trataban de acoger los buenos olores y rechazar con
una mueca disimulada los fétidos. Caminaba arrastrado por esa corriente como
por inercia. Se detuvo en una pileta de agua que sirve de bebedero y para
enjuagar los alimentos y la cara de los borrachos. Este no era un retablo de
maravillas sino uno de miseria y confusión. Era una jaula de tierra, de muros,
de casas, de orines, de iglesias que albergaba dichosos y desdichados. Trabada
la mente por todas estas circunstancias caminaba afligido en su libertad y
recorría los callejones, zaguanes y repetía las mismas calles una y otra vez.
Por debajo de las hendijas de las cantinas, con rockolas viejas, se escapaba el
tufo de las borracheras, que hasta los marcos y las puertas tenían una mueca
permanente. Y afuera, a unos pasos, dormía tirado en el suelo un indio más que había ahogado la
pena de su existencia. Hijos de la tierra, abandonados por sus dioses que antes
los holgaban con hombres de oro y frutas silvestres, hoy arropados por los
adoquines imperiales que todavía asfaltan la ciudad y la consciencia de sus
pobladores. El pueblo sufría hambre y en el mercado cuando las doñas arrojaban
las vísceras, si no las ganaba un perro sarnoso, que siempre estaban al acecho,
las agarraba un indio, las medio enjuagaba para cocerlas y hacer un buen caldo.
Este indio tenía familia y críos que alimentar. Para estos verdaderos indios robar
no era una opción. Preferían vivir así y esperar a que Taita-Dios les ayude.
En el mercado todos caminaban en círculos; unos regateando, otros
ofreciendo, y otros cargando grandes paquetes con un cinturón de cuero en la
frente y con unos pantalones podridos de sucio mantecoso que se les caía en
pedazos; pantalones de casimir posiblemente encontrados en algún basurero donde
las casas no están arrumadas. Se veían curas, monjas y señoras bien parecidas
con dos o tres cargadores que llevaban sus canastos rebosados de víveres. Estos
indios cargadores le atrajeron por su simplicidad y humildad puesto llevaban
los abastos sin protestar. Parecía que no hacían ningún esfuerzo con la carga.
Sus rostros mantenían la sencillez de la tierra a pesar de que estaban cuarteados
por la pesadumbre de la vida y la intemperie. Con los ojos clavados en el piso
caminaban sin quejarse. Alfredo también quiso ponerse en sus zapatos y ofrecer
sus servicios llevando cualquier bulto, pero no le hacían caso. Su rostro medio
blanco no le favorecía. A nadie se le ocurrió ocuparlo en tan bajo menester.
Entendía que esos indios sucios tenían que ganarse la vida honestamente. Y si
son sucios es porque les hace falta en sus pequeñas cabañas, a las afueras de
la ciudad, los servicios básicos. Ellos callan y cargan sus bultos, como lo
manda Taita-Dios, en sus espaldas,
con los ojos clavados en el piso, y tragándose su apesadumbrada realidad.
Alfredo, por primera vez, sudaba la gota gorda poniendo todos los paquetes y
quintales de compras en el carro de una de esas señoras. Una de ellas le pidió
que la acompañara a su casa para bajar las compras. No tenía servidumbre
masculina y los quintales de compras eran muy pesados. Alfredo se montó atrás
en la camioneta y se fue con ella. Llegó a una casa que no estaba arrumada como
las casas del centro, sino más bien alejada de sus vecinos. Allí habitaba esta
señora, entre paredes de piedra, en una fortaleza, acuñando su belleza con
muros de tres metros de alto. Una jaula de piedra, de lujos, de sábanas de seda,
de simetría perfecta, con muebles Louis XIV y candelabros bañados en oro. Le
ordenó que bajara todas las compras y le puso unas monedas en las manos de
Alfredo. Mientras ella contaba las monedas, de una en una, Alfredo la miraba.
No pensaba en la insignificante paga que recibía, sino en su belleza. Miraba
sus pestañas largas y curvilíneas, y la orbe de sus ojos negros encerraban el
misterio del universo. Sus labios carnosos, rojizos e hinchados por el deseo
arrullaban las palabras. Sus pechos voluptuosos acunaban la sensualidad latente de su agitado corazón.
Mientras Alfredo pensaba en esto, continuaba ahondándose en sus infinitos ojos
negros. Alfredo salió de la casa con una sonrisa inexplicable en su rostro.
Desde la ventana la señora lo llamó porque se le había caído una hoja de papel.
Como la curiosidad es natural y humana, la señora abrió el papel y vio que era una carta de recomendación.
Alfredo le explicó. La señora se quedó admirada y mientras lo observaba de
arriba a abajo respiró profundo y en voz firme le dijo que se llamaba Eugenia
de Alba, y que era casada. Su marido era ingeniero agrónomo y pasaba la mayor
parte del tiempo en la finca. Sin consultar a su marido Eugenia le dio empleo
en su casa. Alfredo, ciego de emoción, agarró la mano de la señora, puso la
rodilla derecha en el suelo y se la besó. Eugenia enrojecida retiró la mano
rápidamente y le dijo que esa no era la distancia que existe entre un empleado
y su ama, ¡levántate! Le dijo. Alfredo le prometió que jamás se repetiría, sin
embargo se había dado cuenta que el pecho de Eugenia estaba más agitado. Los
días pasaron sin novedad. Alfredo hacía las veces de portero, mesero, arreglaba
las habitaciones, tendía las camas, y esto último lo hacía con esmero y cariño.
Una mañana la señora le pidió que ponga en orden los cajones de su armario.
Abrió el armario y empezó a arreglar el último cajón que era el que mas
revuelto se veía, puso las medias en pares, arregló otras prendas íntimas como
mejor pudo, hasta que llegó al primer cajón. Allí se encontró con un cofrecillo
de plata que contenían varias joyas. Ella le explicó que eran joyas de valor
que su marido se las había regalado pero que ella hacía poco uso de ellas.
Alfredo cerró el último cajón que arregló, sin que ningún mal pensamiento pasara
por su mente. Estaba, sino feliz, al menos tranquilo al servicio de tan joven
aindiada señora. Los días pasaron y el amo y gran señor de la casa no venía,
estaban en tiempo de cosechas. Terminadas éstas llegó don Codicelo, que así se
llamaba, e interrogó a su mujer que con qué consentimiento se había tomado la
libertad de emplearlo. Eugenia le dijo que venía bien recomendado y con una
carta de recomendación de San Carlos. Su esposo no dudaba que era bueno,
apuesto, buen mozo, y joven. Le preocupaba que su juventud y bien parecido
levantara alguna calumnia y mentiras. Le explicaba a Eugenia que él se
ausentaba con frecuencia y ella se quedaba sola con un empleado buen mozo, con
su aire presuntuoso más adecuado para bailarín de teatro que para mucamo de una
dama honesta. Eugenia insistía que era un hombre bien educado, sabía leer y
escribir, y que jamás había tenido contacto con el mundo externo, que había
crecido al servicio de Dios, y que todavía no había aprendido los vicios del
hombre. Su esposo le explicaba impacientemente que todo ser humano viene
equipado con su propia naturaleza, y que tarde o temprano se despierta. Pero no
es eso lo que le importaba. Insistía que no dudaba de ellos sino que no
soportaría la calumnia. El que dirán. Eugenia era joven y bella, y además, la admiración de todos en cuanto
ponía un pie en la calle. Nunca pasaba desapercibida. Eugenia justificaba cada
inexplicable especulación de su esposo hasta que éste no aguantó más y llamó a
Alfredo. Le dijo, oye Alfredo, mi mujer sin mi permiso te ha dado un empleo en
esta casa, y como yo juzgo que no necesitamos tanta servidumbre, pues con las
tres mujeres tenemos suficiente, y además la cosecha está baja y no hay dinero
suficiente, he resuelto no emplearte más. Alfredo recibió su pago y se fue.
Para Alfredo, Eugenia de Alba era luminosa, y grande como las vírgenes del
cielo, como los retratos del cura en San Carlos. Alfredo decía, moriré de rabia o acaso de hambre, y tú nunca
sabrás que te adoré en silencio. No sabrás que bebía tus palabras en vaso así
pequeño como el mío y que ansiaba el agua que rebosaba de tus labios. Me
alejaron de tu presencia, sin permitirme decirte adiós y sin ni siquiera,
todavía, besar la orla de tu vestido. Alfredo circuló las calles varios días.
Pagaba unos pocos sucres por la posada. Comía en los puestos de venta en los
mercados, y se sentaba en cualquier banca pública a soñar despierto lo que pudo
ser, y no lo que realmente era. El dinero que le pagaron muy pronto se terminó
porque alimentaba a los niños que pedían caridad en los mercados. El hambre y
el frío, como los perros del mercado, lo acosaban. Su figura distinguida
inspiraba miedo y recelo puesto que nadie tenía piedad de un hombre joven, que
parecía que sólo la pereza y el vicio lo habían llevado a esa condición. Una
noche en que el frío entumecía su cuerpo mal abrigado, y su estómago se
retorcía del hambre, pensaba en pedirle a Eugenia que le regalara una joya. Se
sentó a esperar afuera de la mansión y cuando salió una de las empleadas le
preguntó por su esposo. Ella le dijo que don Codicelo estaba en la finca y que
Eugenia no se sentía bien. Alfredo pensaba que estaba enferma de amor y que le
dolía su desaparición. Pensaba que
la noche anterior cuando soñaba con ella, ella también sentía sus caricias a
través del sueño, y hoy se hizo la enferma, como si un presentimiento le
anticipara su llegada. Alfredo no deseaba saber nada más. Resolvió ir esa misma
noche a visitarla a hurtadillas, sin que la servidumbre se diera cuenta.
Ansiaba volver a verla, y presentía que sus ojos no negarían la joya que le iba
a pedir. Una sola joya que lo sacaría de este pesar. Esa noche, entró en
puntillas en la casa de don Codicelo. Cada escalón, cada corredor, rincón y
rechinar del tablado le eran conocidos. Sabía que Eugenia sólo cerraba la
puerta de su dormitorio con un pistillo, fácil de abrir por afuera para quien
conociera el secreto. Este sistema lo había ideado don Codicelo para entrar en
la alcoba sin que su mujer tuviese que levantarse. Alfredo alzó el pistillo y
entró. Eugenia dormía. Su cuerpo emanaba una sombra tibia, y su jadeante
respirar rebelaba un deseo suspendido innecesariamente. Ella lo escuchaba con
los ojos cerrados y los labios despegados, dejando escapar un refrenado y
calurosos deseo. Su rostro llevaba la huella de la intimidad y en su respirar
trataba de refrenar sus instintos y deseos hasta que despacio abrió los ojos.
De ellos saltó su alma húmeda y desposeída de la razón y recato. Sintió en sus manos los desesperados besos
de Alfredo. El agua se desbordaba de sus labios encendidos en deseo. Sus pechos
delicados bramaban mientras Alfredo acariciaba su cuerpo como navío desbordado.
Humedecida en sus manos bogaba despacio a merced de la carga de sus deseos que
la hacían oscilar entre sí y sí. Alfredo acariciaba la cabellera dejando
escurrir entre sus dedos las hebras de su pelo. Estaba a su voluntad como los
flecos de seda de las cenefas que se dejaban acariciar a merced del viento que
entraba por la ventana. Palpaba
sus hombros con la yema de los dedos hasta que llegó a la cúspide de sus senos
y dejó caer su mano suavemente sobre ellos. Latían las palmas de Alfredo como
si tuviera en sus manos el corazón de Eugenia. Sentía que golpeaba en el
centro, debajo de su pecho, gritando el deseo desenfrenado que había inundado
sus sábanas. Ladeado su cuerpo con
sus senos en el borde de los labios y con los ojos medio abiertos y la mirada
perdida, sentía que Alfredo deslizaba su mano por la nave de cuerpo. Contraía
sus muslos con furor, cediendo los parpados de sus ojos y holgando su cuerpo
ante aquel poderío. Ya no parecía una mujer de carne sino de fuego. Su ¡ah…
ah…! se ahogaba y quemaba en el fondo de su pecho. Alfredo había visto en la
mesa de noche un libro que él había leído, a hurtadillas, en el convento. El libro estaba abierto en la historia de Alibech, que trascendió de sus páginas
el deseo en Alfredo y la resurrección de
la carne, imponiéndose a toda voluntad. Alfredo terminó de arrancar su
pequeña bata de seda, la bañó en besos y entró en el conocido infierno de
Rústico. El corazón de Eugenia palpitaba por todo su cuerpo. Luego de algunas
horas de silencio y después de repetir varias veces la penitencia, Eugenia le
entregó un joya y le dijo que tenía que irse. Besó nuevamente los labios tibios
y puso la joya en su bolsillo. La figura rechoncha de don Codicelo apareció en
el marco de la puerta diciendo, muy sensatamente deseabas alejar, cuanto antes,
a tu amante. Y peor aún, que hace aquel con el cofre en la mano. ¡Ladrón, sí,
ladrón de honras y de joyas! Estoy en mi derecho de matarte. ¡Ladrón,
miserable, basura, hijo de puta,
muere!
Don Codicelo trastornado, aún más, al ver que
Alfredo había tomado posesión de las joyas mas preciadas, lo apuntó con su
revolver. Alfredo de un brinco se lanzó a forcejear por la vida y trenzados en
una angustiosa lucha, forcejeaban, hasta que sonó un disparo y don Codicelo
cayó al suelo. La servidumbre escuchando los gritos de su señora habían llamado
a la policía. En el preciso instante en que el cuerpo de don Codicelo caía, la
puerta se abrió de un solo golpe: en su marco se destacaban las figuras de dos
agentes de policía, esto según el reporte policial, y toda la servidumbre de la
casa del señor. Alfredo insistió que el disparo fue accidental y que en la
lucha se escapó la bala. Pálida y temblorosa quedó Eugenia, que a duras penas
un grito trémulo resonaba de su garganta. La policía, la servidumbre y luego
los vecinos que habían llegado al escuchar el escándalo, cercaron al asesino
que todavía tenía el revolver en la mano. Alfredo viéndose acorralado dejó caer
el arma de sus manos y bajó la cabeza. Por un instante Alfredo pensaba que todo
esto era un sueño mal habido, porque solo allí las cosas pasan rápidamente, sin
advertencia. Se lanzó Eugenia y agarró a Alfredo de la camisa y le susurro al
oído sin que nadie la escuchase que su marido por viejo jamás la supo gozar
bien y que solo la quería a su lado como una joya más. Eugenia gritaba mientras
sacudía a Alfredo. Pobrecita, decía una de las espectadoras mientras el policía
trataba de arrancarle las manos de la camisa del asesino de su marido. Está
trastornada, decía alguien más, y quiere matar al ladrón. Mi marido ha muerto,
señor policía, y no se puede hacer nada para remediar. Este señor trabajaba en
mi casa y mi marido por celos lo quiso matar. La bala fue accidental. Ya lo
veremos, dijo el agente, pero por lo pronto es de ley su detención. Miren, aquí
en el suelo hay un cofre, dijo el otro agente mientras lo recogía, y contiene
joyas valiosas. Parece que sabemos el motivo del asesinato, cosa que la señora
no se había dado cuenta, pero su marido sí. ¡Registren al asesino y ladrón! El
regalo de Eugenia, la joya que le entregó a Alfredo, los policías al hurgar en
los bolsillos, se la encontraron. Eugenia gritaba que él era inocente. Las
pruebas de asesinato de don Codicelo Alba contenían todas las agravantes de
asalto nocturno y robo. Lo cual
condenaron a Alfredo a la pena de reclusión mayor extraordinaria, o sea, a diez
y seis años de presidio, sin que las declaraciones a su favor, rendidas por
Eugenia de Alba hubieran servido para atenuar el fallo de la justicia. Mientras
tanto en la celda, acurrucado en un rincón, Alfredo decía, encerrado entre cuatro paredes, mi vida
ha terminado, señora mía. Yo soy inocente del crimen que me acusan, y he sido
infamado y condenado sin justicia. ¿Es este mi destino, Señor? ¿Quieres que
finalmente las almas de dos amantes abandonen el cuerpo para siempre? ¿No te
has dado cuenta, Señor, que los hombres hechos de barro y sangre olvidada
también necesitan de tu protección? Un guardián que pasaba cerca de la celda,
golpeó las rejas con el bastón y gritó ¡Silencio! Y dijo que estaba prohibido
hablar a solas. Alfredo no obedeció. Si aún con vida estás escucha mi
despedida, que es preferible muerto que vivir sin ti. Y si has muerto, recíbeme
con el alma abierta que ahí va tu corazón. ¡Vida cruel, vida despiadada, adiós!
Pendiente quedó su cuerpo de una sábana blanca anudada al cuello y la reja de
la prisión. Era presto en la mañana cuando todo esto ocurrió. El escándalo se
regó en la ciudad al mismo tiempo que el grito de una sirvienta de la casa de
don Codicelo pedía ayuda a los transeúntes. Estaba Eugenia de Alba, en una
pequeña laguna de alelíes que su marido se la construyó, inmóvil, con la cara
descubierta y vestida con un velo azul. Su cuerpo flotaba como si fuese un
alelí más y sus pechos apuntaban hacia la constelación como si Alfredo los
palpara. Los vecinos que se asomaron decían que desde que su marido murió no
comía. Eugenia fue el ejemplo en su comunidad.
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